SI a usted también se le pasó por la cabeza comprarse un disfraz de muble, pero ya se habían agotado, colgarse de la grúa Carola cual activista de Greenpeace o subirse a lomos del tigre de Deusto, es probable que a estas horas padezca gabarritis aguda. Como consuelo le diré que no está solo. No lo sufra en silencio. A ojo de buen cubero, habrá otro millón como usted. Los síntomas son variados, dependiendo de los antecedentes y los excesos. Desde el resacón histórico –no recordará otro igual en los últimos cuarenta años– hasta el dolor de riñones, de pies, de pestañas, pasando por el robo o la pérdida del móvil o la cartera o la devolución, antes de lo que le hubiera gustado, de ese hijo extraviado al que no le apuntó el teléfono en una pulserita, pero –ah, se siente– se lo sabía de memoria. Le ha salido el niño superviviente. Es lo que hay. Si es de los que enlazó el macrofiestón de la final del sábado con la electrocharanga VIP del martes y el mogollonazo de ayer, caben dos posibilidades: que ya no tenga constantes vitales, con lo cual no debe preocuparse de nada, o que aún le lata su corazón rojiblanco al ritmo del gran hit de Muniain. En ese caso todavía puede arrastrarse hasta San Mamés, sorteando al resto de aficionados –sí, son esos que se ha cruzado con pinta de The Walking Dead–, para hacerse una foto con la Copa. Si hay que morir se muere, pero con las botas puestas. Con suerte, le quedará aliento para alcanzar el ambigú y tomarse la espuela.

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