ABRO la puerta de la nevera y me deslumbra el fondo en todo su esplendor. Malo, malo. Si Putin enciende la mecha de la 3ª GM, con esas acelgas y dos trituradoras (léase adolescentes) en casa no llegamos ni a mañana. Voy al súper y cojo dos carros –si Nacho Cano podía tocar varios teclados a la vez no voy a ser yo menos–. Los lleno con un pedido para el fin del mundo, que desaparecerá antes de la final del Athletic, pero es lo que hay. Me dirijo a pagar y a la cajera le entran sudores como si me aproximara escudada por dos tanques. Empiezo a descargar la mercancía en la cinta y ella solicita refuerzos. Se coloca una señora en la cola con otro carro para el día del juicio final, versión pareja con hijos ya independizados. La cajera no para de resoplar. “Me estoy estresando”, dice y el que avisa no es traidor. Algunas clientas se ponen en la caja anexa y suelta la perla: “¿Pero qué han estado haciendo estas toda la puta mañana que vienen todas a la vez?”. Entiendo el desahogo con su compañera, un día de furia lo tiene cualquiera, pero o se le han ido un poquito los decibelios o tengo oído de murciélago. Le pensaba explicar lo que había hecho por la mañana, que aún no hay que pedir cita previa para comprar y que me iba a dejar un riñón, pero ya han trasplantado uno de cerdo a un paciente vivo y perdía fuelle el argumento. Además, la individua estaba armada con dos fuets que me río yo de las porras de los vigilantes jurado.

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