DE cuando en cuando aterriza en Bilbao algún premio Nobel y nos deja boquiabiertos con su sabiduría. Otras veces quien nos visita y nos da una lección magistral –apenas sin hablar, que ya es mérito entre tanto charlatán– es un humilde joven pluriempleado como peón y porteador en Pakistán. Ghulam Murtaza fue abandonado por los alpinistas para los que trabajaba cuando se le congelaron los dedos en la alta montaña, como un galgo con las costillas al relieve al que se le considera amortizado tras la temporada de caza. No es el primero, ni será el último, al que le tratan como a una persona de usar y tirar. Cuando llegó a Bizkaia para operarse ni siquiera sabía los años que tenía. Calculaba que 33 y tuvieron que recurrir a su pasaporte para averiguar que apenas había vivido 24. Quizás le pesaban como nueve años más por la enorme carga de tener que mantener a todo un árbol genealógico, desde sus padres y hermanos hasta su esposa e hijos, cuya edad tampoco acertaba a precisar. Más de uno, acomodado en su sillón, con sus gafas, las únicas, las mejores, las de marca, le habría prejuzgado por ello. “Es que allí no celebramos los cumpleaños”, explicaba un compatriota suyo. Y así es muy difícil llevar la cuenta. Murtaza debió mirarse al espejo y echarse la treintena, sin reparar en el ser humano que tenía enfrente. El que prefiere ensalzar a los alpinistas que le salvaron la vida en vez de criticar a los que la despreciaron. ¿Qué verán ellos en su selfi?

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