EL caso Rubiales recuerda a la España que Berlanga clavó en sus películas. El presidente de la Federación de Fútbol le planta un beso no consentido en la boca a una jugadora de la selección femenina tras ganar un Mundial y, además, se lleva las manos a sus partes de forma ostentosa en el palco a escasos metros de la reina Letizia y de su hija. “Le dije a Jenni Hermoso que se olvidara del penalti, que habíamos ganado el Mundial gracias a ella. Me respondió que era un crack. Le pregunté, ¿un piquito? Y ella dijo, vale”, se defiende Luis Rubiales. Y, por si no resultara ya poco ofensivo y machista, acaba propinándole un cachete en el culo a la jugadora. Y, todo, según él en menos de dos segundos, que es lo que duró la escenita, mientras se retransmitía por todo el mundo. Yo, de verdad, que lo he probado, pero a menos que haya sido por telepatía, doy fe que resulta imposible lanzar semejante alegato en tan escaso tiempo. A partir de ahí, el argumento se ha hecho cada vez más berlanguiano; Rubiales se atrinchera y se niega a dimitir en un vergonzoso discurso en el que cuestiona el feminismo; su madre se encierra en una iglesia de Motril y se declara en huelga de hambre en defensa de su hijo, las primas salen a escena atacando a la jugadora... De lo que no hay duda es que el gesto del presidente de la federación, lejos de ser incontrolado, fue impositivo y degradante. Tolerancia cero, señor Rubiales.
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