Artimaña para aumentar la notoriedad o el espacio político” no es definición del diccionario para la palabra censura, aunque tal vez debiera. Sí la considera sinónimo de anatema, que a su vez lo es de excomunión, cuya tercera acepción dice: “En el Antiguo Testamento, condena al exterminio de las personas o cosas afectadas por la maldición atribuida a Dios”. Es posible que Santiago Abascal, ignorante de tantas cosas, desconozca todo esto; pero también probable que le haya sido susurrado al oído (donde el yunque está entre el martillo y el estribo) por alguien de quienes son de su partido y a la vez de la sociedad secreta ultra que desde hace 68 años se arroga “defender la religión católica y luchar contra las fuerzas de Satanás” para “instaurar el reino de Cristo en la tierra”. Así que Santiago cierraespaña y quien le murmura han encendido la pira de quemar herejes como hizo el primer Papa de Aviñón, Clemente V, con los dulcinianos, secta que siglos después popularizaría Ron Perlman al grito de ¡Penitentiagite! como jorobado fraile Salvatore en El nombre de la rosa. Y ya que el presidente de Vox oye voces de cardenales in pectore y añora el pasado, cabe también musitarle, en penitencia, la pregunta de su más admirado antecedente político al cineasta Nieves Conde: “¿Es que ha visto usted algún censor que no sea tonto?”, le interpeló un tal Franco (con Abascal, como escribió Monterroso, el dinosaurio sigue ahí).