Grandoli, al sur de Rosario, mantiene la esencia de club potrero de aquel día en que Celia, su abuela, insistió en que sacaran al barro a un niño chico de apenas cuatro años que tres décadas después ha cerrado el círculo. No hay hueco que rellenar en su palmarés y solo presenta un defecto: su edad. A sus 35 años y tras haber amasado todo lo inimaginable en un deporte donde los egos, privilegios y demás se dan por descontado, a Messi se le debe juzgar por la concesión de habernos brindado diabluras con una narrativa que ha vaciado diccionarios desde aquel quiebro inverosímil en La Romareda, trucos de Houdini con el balón cosido al pie que trascienden colores. No cabe sustento en la munición de quienes durante lustros hurgaron en su carácter pechofrío, esos que reprochan ahora su denuedo verbal, airearon trifulcas fabuladas o rascan en cuestiones propias de tribunales. Chiringuiteros de bufanda. Para el futbolero, que se ciñe al cuero y el verde, quedan debates más sanos: la comparación con su ascendiente, el Diego, susceptible de análisis aunque uno piense que en la mesa de Leo no se sienta nadie, más allá de cómo gestionaron de forma tan opuesta el éxito. Quebrado el cordón umbilical con Maradona, quienes le vimos amargarnos tantas crónicas y endulzarnos muchas más, contaremos siempre las gestas del enviado del cielo sin revolvernos en el lodo porque, como acaba de sentenciar Valdano, “el que no quiere a Messi, no quiere al fútbol”.
isantamaria@deia.eus