TENÍA pensado escribirles de la Mano de Irulegi, esa pieza arqueológica que parece arrancada del brazo del hombre de hojalata, previo paso por una apisonadora. De la suerte que ha tenido de no ser descubierta por un señor, como mi padre, que visualizaba en cualquier artilugio metálico un útil para escarbar la tierra de la huerta. De que me recordó, salvando las distancias, esos otros pequeños hallazgos sin valor histórico, pero igualmente ilusionantes, que ocurren de cuando en cuando en las casas: el calcetín de rayas que aparece, una vez que ya te has deshecho de su pareja, en el sustrato ubicado entre el colchón y el somier, el paraguas plegable que lleva desde que te pusieron la segunda dosis de la vacuna del covid fosilizado en el subsuelo de ese bolso que te pesaba tanto... Les iba a contar todo eso y que las inscripciones descubiertas tenían un aire a las que en su día encontramos grabadas en la mesa de la sala. No hizo falta la prueba del carbono 14 para datarlas y atribuir su autoría a un sujeto de 3 años. También me evocaron las pinturas rupestres que, al vapor de la ducha, emergen en la mampara. Ya saben, la típica carita happy. Deja al crío que se exprese. Vale, pero haces tú el baño. Les iba a hablar, en fin, de esa Mano con una sonrisa cuando la posibilidad de que un miembro de La Manada vea reducida su pena, tras la reforma de la ley del solo sí es sí, me la borró de un manotazo.

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