rECONOZCO que me calan hondo las reflexiones de los que por la fluidez de su verbo, inspiración de sus ideas o ambas cuestiones llegan allí donde no alcanzo. Así que cuando hace unas semanas un directivo de una empresa tan conocida como exitosa me iluminó el camino reclamando que se acorten las carreras universitarias para que sean los centros de trabajo los que acometan la última fase de la formación, obviamente a medida, de los jóvenes, tuve la certeza de estar escuchando una voz del futuro. Más tarde alguien me enfrió el eureka señalando que qué más quieren las grandes corporaciones que poder esculpir a su antojo la mano de obra pagando unas migajas a los nuevos reclutas del mercado laboral. Puede que el aguafiestas esté en lo cierto. Sin embargo, de alguna forma, el directivo de empresa que plantea ese nuevo escenario refuerza una percepción que me persigue desde hace tiempo: la tecnología y el dinamismo que imprime en las tareas de las personas asalariadas o las que son capaces de poner en marcha nuevos y exitosos negocios hacen que, más que nunca, la formación esté varios pasos por detrás de la realidad que se masca en el terreno profesional. Y desde luego, está muy lejos de los que tenemos entre nuestros títulos nobiliarios el de barón de EGB. Así, me ocurre que no tengo ni idea de qué regalarle a un sobrino que acaba de lograr la nota para estudiar Matemáticas: ¿una computadora que no entre en su habitación o un condensador de fluzo? Así de perdido ando.