LOS gobiernos parecen tener claro que la vacunación obligatoria no es una opción en un escenario de grave problema de salud pública global y sin certezas. Imponer no es un buen banderín para cualquier gobierno y las indemnizaciones por posibles efectos secundarios tampoco. Así que es más razonable prohibir que obligar. Ocurre con la pandemia de los no vacunados, esa que se empieza a percibir como la de los apestados con su suerte de segregación de los que por una razón u otra (y no siempre negacionista) decidieron no vacunarse. Imponer el pasaporte covid para inducir a las personas a inocularse a cambio de acceder a lo que los demás disfrutan tiene algo de discriminatorio, de señalar sospechosos, es feo y uno lo asume, sí, tapándose la nariz. La vacunación afecta a la salud general pero no es obligatoria. Sin embargo, el Estado sí te obliga a conducir sereno, ir vestido por la calle o a ponerte la mascarilla a la entrada de un bar para quitártela en la barra, haya en el local 5 o 25 personas. Si el objetivo es el bien común, ¿por qué diferenciar entre unos ciudadanos y otros? ¿Qué ocurrirá con aquellos originarios de los países más desfavorecidos sin acceso a la vacunación? ¿Por qué limitarlos? ¿Por pobres? ¿Por qué ha de ser mejor estigmatizar mediante la falta de acceso a lo que hace la mayoría de la sociedad que obligar a toda la población a vacunarse? Ni la prohibición ni la obligatoriedad son palabras amables, la discriminación tampoco.

susana.martin@deia.eus