L problema de llegar a lo más alto de forma extraordinariamente rápida, como ha hecho Isabel Díaz Ayuso, es que a partir de ahí el escenario más probable es el inicio de un descenso que puede ser tan meteórico como la subida. Difícilmente va a encontrar la lideresa madrileña una conjunción planetaria como la que se ha producido en estas pasadas elecciones. Dentro de dos años la pandemia será, al menos en su dimensión actual, un mal recuerdo; Vox no seguirá siendo un caladero en el que pescar tan alegremente; el demonio Pablo Iglesias habrá perdido su papel aglutinador de todos los odios de la derechona; Pedro Sánchez habrá tenido tiempo de preparar la madre de todas las batallas con algún candidato menos serio, feo y formal, y la misma Ayuso habrá dejado escapar el efecto sorpresa de la patita enharinada, a base de meter la pata muchas veces y en muchos charcos. Sin embargo, que la presidenta madrileña vaya a perder el brillo y la gloria que hoy luce no quiere decir que lo que ella representa no vaya a estar presente con mucha fuerza en aquella comunidad. Puede que Ayuso sea flor de un día, pero el Movimiento que la ha erigido en caudilla (atenta la compañía en la RAE) ha venido para quedarse. Y esto es así más por demérito de sus contrincantes que por méritos propios. Menospreciar al oponente por la escasa talla de sus caras visibles (si Casado es el líder, ¿quién teme al lobo feroz?) es un gran error. Esos rostros son las marionetas de quienes mueven los hilos.