N circunstancias normales -qué lejos queda el significado de ese adjetivo-, la pira funeraria de Marijaia ilustraría hoy la primera página de este periódico, gran parte del ejército bilbaino tendría el cuerpo castigado de tanta jota y otros tantos respirarían por fin tras el incordio que suponen ocho días de desenfreno en la ciudad para los que no comulgan con esa vaina. En medio estarían los que disfrutan al ralentí de las fiestas -un par de salidas diurnas o nocturnas y unos pocos fuegos artificiales-, los niños -que juegan en otra división estos días, pero disfrutan como el primero- y los que aguantan con estoicismo las molestias aunque entienden que es lo que toca. Pero este año me atrevo a decir que todos ellos han echado menos la Aste Nagusia. Exprimirla, disfrutarla con moderación o con la ilusión de un niño, criticar los comportamientos que alteran en numerosas ocasiones el orden o resignarse ante los excesos de la algarabía... a todas esas sensibilidades les ha faltado algo en este cierre de este agosto. En los meses de pandemia anteriores se han perdido otras cuestiones -sin olvidarse de la vida de casi 1.700 vascos, un dato señalado por acercar un drama planetario estremecedor-, pero las restricciones de agosto, ese templo del ocio y del descanso, y el cerrojazo a las fiestas nos ha puesto de frente con la realidad: si no renunciamos ahora a parte de nuestra libertad esto no se acaba y en esta ocasión los exámenes empiezan para todos en septiembre.