AY una ecuación certera que relaciona directamente la calidad democrática de un país con la cantidad de personas que le estorban y que es capaz de envenenar. En Rusia no han perdido el entusiasmo por este sistema de eliminación y lo mismo te mandan una carta impregnada con agente nervioso que te envenenan a la hora del té. Es ese país donde su arsenal de venenos, desde las toxinas o el polonio radioactivo, hasta los metales pesados forman parte de una práctica ejercida década a década, adversario a adversario, hasta que por pura acumulación de víctimas han conseguido generar la mayor y más barata arma rusa de destrucción masiva. Hay venenos tan conseguidos que no dejan más rastro que un semblante distinto, un coma inducido o una costosa recuperación que se remata a tiros. Una guerra química en pleno siglo XXI no mucho más avanzada en su dosificación que los viejos brebajes de la Edad Media porque los rusos trabajarán tecnología punta pero en esto de matar, les encanta hacerlo sigilosamente y sin despeinarse desde la Edad Antigua. El salvajismo tiene muchas caras en el denominado primer mundo y esas democracias imperfectas con sus barnices electorales acaban siendo un café descafeinado de libertades convertido en un té venenoso antes del embarque. Y es que hay democracias como venenos, al final, todo depende de la posología.

susana.martin@deia.eus