A sabíamos que el uso de la mascarilla puede llegar a ser arbitrario, pero no podíamos sospechar hasta qué punto. Hay quien lo lleva tapando la boca y la nariz como mandan los cánones, mientras otros dejan al raso el naso apelando a los derechos conquistados por Cyrano de Bergerac. También se puede colocar en la garganta, en la frente o en la cabeza como un gorro, en el codo o en la muñeca. Además, entre las causas que permiten prescindir de ella figuran la de hablar por teléfono, pasear al perro -con la sordina de la mascarilla el can no responde a la voz de algunos dueños-, por supuesto no es posible fumar con el bozal y, según pude comprobar recientemente, tampoco es obligatorio si uno va comiendo pipas por la calle con la pareja. Seguramente no ocurre lo mismo cuando el compañero o la compañera de paseo y pipas no convive en el mismo domicilio. Vendrá, imagino, en la letra pequeña del boletín oficial. Daría mucho juego un reportaje de un periodista empotrado en una patrulla policial relatando las excusas de los ciudadanos para no llevar la mascarilla o llevarla de aquella manera. Si no fuera por la contaminación olfativa y seguramente medioambiental que generaría habría que celebrar el fin de la obligatoriedad de llevar la máscara organizando una quema colectiva de las mismas. Sería una especie de catarsis que nos liberaría de la plaga y de un año perdido, para comer cerillas más que pipas.