HAY un restaurante asiático en Bilbao que suele estar especialmente concurrido, pero que esta semana estaba semivacío. Dilucidando si obedecía a que el pato laqueado estaba caducado o si las verduras del rollito rebosaban de bacterias e-coli, me percaté de la alarma por el Covid-19, nombre oficial con el que la OMS ha bautizado el coronavirus. La locura es tal que la venta de mascarillas se ha disparado en el Estado un 7.000% y las farmacias registran cien mil peticiones al día. ¡Ojo al dato! con lo que ocurra estos días en el entorno de Zaldibar. Porque nos hemos vuelto tan asépticos e histéricos que la psicosis ha obligado a suspender el Mobile World Congress porque las firmas invitadas debían creer que en Barcelona se estaba como en Liberia con el ébola. Somos tan exagerados que ponemos en cuarentena a cada uno que parezca chino y lleve larga la uña del meñique. Hemos medicalizado tanto la vida que hemos decidido que hay días de la semana que son más tristes que otros y buscamos antidepresivos hasta para los lunes. Convertimos en enfermedad (con su fármaco correspondiente) el abatimiento, el sexo, la nutrición, la regla, la menopausia, la fealdad... ¡Qué pena no tener una botica para la estupidez! Parece que todo es susceptible de tratamiento y, mientras tanto, la industria farmacéutica no para de hacer caja. Como dijo Huxley, la medicina avanza tanto que pronto estaremos todos enfermos.

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