YA. El titular no es mío. Pero, con permiso de Gabinete Caligari, he de decir que es cierto que los bares de toda la vida, esos que la mayoría tenemos cerca del portal de casa, son lugares de culto en esta sociedad vasca en la que vivimos. Sirven para iniciar el día, antes de entrar en el trabajo, y despertar a la acción con ese café matutino. Los ciudadanos más privilegiados incluso sacan tiempo para un hamaiketako, mientras que el mediodía reúne en torno a las barras a gentes de toda condición. Las primeras horas de la tarde suelen ser momentos valle y preludio de una actividad frenética, sobre todo en fines de semana. Los camareros ejercen de psicólogos, en los momentos duros de sus clientes; de confidentes, cuando hay que guardar un secreto; de informadores, cuando algún suceso extraordinario ocurre en el barrio o entre los parroquianos habituales. Son centros de reunión para celebraciones o para despedidas de finados. Reconozco que soy cliente habitual en alguno determinado. Pero hay cosas de estas iglesias paganas que no acabo de entender. Entre ellas, que no sepan qué hacer con esos pintxos que a última hora de la noche pueblan sus barras. No entiendo que la mayoría de ellos terminen en la basura. Es evidente que no los pueden guardar para el día siguiente, pero, ¿no hay manera de darles una segunda oportunidad a esos bocados olvidados?

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