AUNQUE en Europa fenómenos como el populista ultraderechista ya están incorporados a la agenda política, todavía nos cuesta entender la capacidad de Donald Trump para convencer a sus votantes de que es un líder en el sentido positivo que le aplicamos a la palabra. Líder del bienestar de su gente, de la convivencia con sus vecinos, de la estabilidad económica y la seguridad pública. No hay indicio de que las políticas de Donald Trump hayan favorecido la calidad de vida de los estadounidenses en esa dirección y, sin embargo, se pirran por darle su dinero. Cuando, el pasado martes, el presidente puso a rodar su campaña para la reelección, más de 100.000 norteamericanos habían intentado hacerse con una de las 20.000 plazas del mitin inaugural en Florida. Y antes de que siquiera tuviese que abrir la boca -para acabar soltando la sucesión de excesos, medias verdades, mentiras completas y simplezas parvularias que le caracterizan- ya tenía a su disposición casi 90 millones de dólares de donaciones recaudadas para afrontar su campaña para la reelección del año próximo. Todo eso nos obliga a revisar nuestros parámetros. Ya cometimos el error de simplificar el efecto populista de Trump y le sumamos el de suponer que, en la Casa Blanca, no iba a poder hacer y decir lo que le viniera a su incontinente boca. Hoy es el gran desestabilizador de la economía y la seguridad mundiales, un enemigo real de Europa y, al parecer, un buen negocio para los lobbies de su país.