TOMA uno la precaución de dejar enfriar la marmita unos días antes de opinar sobre lo que ha sido el juicio a los dirigentes del procés catalán. Pero el engrudo es tan espeso que siempre mantiene un núcleo de magma en el que no baja la temperatura. El despropósito tiene pinta de tener continuidad en las sentencias porque la pendiente por la que se lanzó el asunto es la de la interpretación jurídica de las intenciones. Por eso el contencioso no debió salir del carril político. La propia vestimenta anacrónica del proceso judicial anticipa que va a ser cuestión de puñetas. Pocas dudas hay, en las propias defensas, de la voluntad de desobediencia en el proceso soberanista catalán. Esa misma lógica nos lleva a la consecuencia inevitable que justifica la teoría y la práctica de la resistencia civil pacífica: la sanción. En cierto modo, quizá faltó conciencia al anticipar que ese camino abría la vía punitiva y se aceptó sin más. Pero una cosa es que la desobediencia civil asuma el coste y otra bien distinta que la disidencia se considere delito de alta traición violenta, se llame rebelión o golpe de estado. Quienes han padecido estos fenómenos en el mundo deberían haber prestado testimonio en el Tribunal Supremo. Para establecer la verdadera dimensión del carácter violento de una represión o una revolución tangible y cruda frente a la construcción virtual desarrollada ante el TS. Automatizar la represión de la disidencia por la vía judicial acaba por provocar que las democracias pierdan el juicio.