Se ha instalado un descrédito envenenado. Lleva implícita una desconfianza recíproca. Afecta por igual al presidente del Gobierno, al líder de la oposición, a demasiada clase política, a varios medios. Y también a un escogido ramillete de jueces. Unos y otros infunden recelo. Parecen reñidos con la verdad, la equidad o la objetividad. Son la causa directa de una enfermiza polarización tan detestable como dañina. Esta malévola división amenaza crónica con el paso del tiempo para fatalidad de una sociedad que asiste atónita ante tantas rocambolescas convulsiones. Ahí queda el contaminado estreno del Año Judicial, sacudido esta vez sin remisión por un atosigante sesgo político y unas gotas de irresponsabilidad compartida que dañan la solidez de un pilar del Estado democrático.

Pedro Sánchez sostiene un duro enfrentamiento con la credibilidad. Alberto Núñez Feijóo, con la solvencia. No obstante, una supuesta alternancia dejaría en sus manos el poder al menos durante dos legislaturas. Por tanto, el riesgo asoma con fundamento. Ninguno de ellos, además, garantiza un marco de estabilidad. Bien es cierto que la calma y el control de situación ya no representan un valor determinante para gobernar. En el caso del líder socialista, porque su pérdida de apoyos propios y ajenos continúa sangrando en un horizonte poco halagüeño. Enfrente, porque la rabiosa ansiedad de venganza de una tropa envalentonada y la previsible dependencia de una enfervorecida ultraderecha estremecen.

Las insólitas escenas de estos días exprimen los últimos resquicios de la capacidad de sorpresa. Aquella contundente apostasía de Illa hacia la amnistía al procès, aquella indignación suya por la cita del entonces president Torra con Puigdemont en Waterloo han mutado sin rubor en la autovía hacia el futuro de Catalunya. Aquel diputado socialista que exigió solemne a Rajoy presentar un proyecto de Presupuestos bajo amenaza de someterse a una cuestión de confianza y de convocar elecciones si la perdía, dice ahora que gobernar con las Cuentas prorrogadas no tiene importancia ni responsabilidad. Una política escapista que desprecia la exigencia constitucional pero que, en cambio, encuentra el respaldo de unos excelentes datos macroeconómicos, como bien recuerda el ministro tuitero Óscar Puente mientras se le acumula el enésimo caos ferroviario.

Queda por tanto demostrado que la proverbial capacidad camaleónica –sinónimo amable del engaño– de Sánchez carece de límites. Bajo ese manto acomete precisamente la ecuación definitiva de garantizarse su enrabietado deseo de alcanzar la estación término de la legislatura. Acomete el arriesgado reto de aprobar a cualquier precio unos nuevos Presupuestos. Juega de nuevo en el alambre. Sabedor de que siempre tendrá un conejo en la chistera para amortizar el fracaso, tampoco olvida que, si lo consigue, llevará a la oposición al rincón del sicólogo para bastante tiempo.

EL PAPEL DE FEIJÓO

El PP siempre teme lo peor del sanchismo. No le faltan razones. Le sobran desengaños. Su perniciosa costumbre de mantener una contumaz política defensiva frente al PSOE, le acaba desorientando en los momentos estelares. Solo así se entiende la descortés ausencia de su presidente en el controvertido acto del Año Judicial. O el politizado rechazo a la polémica quita de la deuda autonómica que, desde luego, jamás hubiera autorizado un partido de izquierdas sin dependencias parlamentarias de minorías. Feijóo tiene motivos solventes para afear la incómoda presencia del imputado fiscal general en un encuentro de semejante trascendencia para proyectar el intrínseco respeto a los valores de la Justicia. No los suficientes para que se entienda su incomparecencia. Mucho menos su infantil por peregrina justificación de acompañar a la presidenta madrileña en ese momento tan solemne del calendario. Sin motivo para alegrarse.

Como era de esperar, las balas dialécticas resonaron por las cuatro esquinas del edificio del Supremo. El ambiente era propicio. Nadie salió indemne, incluida la propia incomodidad del rey. La presidenta del CGPJ reprendió sin recovecos a Sánchez. Le descalificó, como era de esperar, sus televisivas acusaciones dirigidas contra las actuaciones de algunos jueces, siempre relacionados con causas que afectan a su mujer y a su hermano. A su vez, el propio García Ortiz, epicentro de la tormenta, se refugió en el auténtico remedio que le aguarda: su juicio. Una imagen nada edificante, propicia para alimentar el desprestigio alimentado desde hace ya demasiado tiempo.