Lo importante ya está hecho. La presidencia, otra vez en la mano. La izquierda sigue en el poder. La oposición, en cambio, rumia su desconsuelo. Luego, Dios dirá. De momento, surgirá este fin de semana un gobierno con implacable mano de hierro para aplicar en su mandato un penetrante sello ideológico que ensanche sin piedad las diferencias programáticas con esa derecha que sigue sin entender la razón de su soledad. No va a haber tregua para nadie.

Pedro Sánchez nunca enciende las luces largas. Se ha acostumbrado, y con razón, a lidiar de cerca con los sobresaltos. Por eso acepta intrépido los regates en corto, sabedor de su innata prestidigitación. Es así como cautiva hasta descomponer a todo rival que se precie. Y ahí están los resultados palmarios de su buena dicha. Al menos, hasta ahora. Ocurre, sin embargo, que jamás como en su tercera investidura se cernieron sobre su suerte semejante amalgama de nubarrones amenazantes. Desde una incómoda rebelión social callejera que no cesa y una acervada crítica empresarial y política con altavoces cualificados hasta una despiadada guerra en el maremágnum del bloque progresista que puede engendrar más de un disgusto en el curso parlamentario. Todo un campo sembrado de minas.

Jamás presidente alguno lo tuvo más difícil que Sánchez para evitar despeñarse. Más allá del 23-F, la mecha de ese preocupante odio que ha prendido por culpa de las cesiones al independentismo catalán desasosiega con ratios exacerbados. Peor aún: no tiene visos de amainar. Incluso, abre algunos baúles del franquismo para que un ramillete de militares fascistas demuestre su incapacidad personal para asumir, después de tantas décadas vividas, las esencias de una democracia que siempre despreciaron en la patria que aseguran defender.

Tampoco contribuyen a apaciguar los ánimos esos mensajes envalentonados de los agraciados con la futura ley de amnistía, que asemejan retadores cuando hace apenas dos días parecían olvidados en su propia suerte y desposeídos de la gracia electoral. Arrojan intencionadamente con sus bravatas más gasolina a un fuego que compromete delicadamente la posición voluntarista del presidente investido. Frente a esta presión agobiante, distensión. Sánchez jugará con la táctica de la patada a seguir y así respirar. Tal vez sea un momento propicio para que las dos principales fuerzas soberanistas del procés analicen que ya no son mayoría política y que la apuesta por desgajarse de esa España que maldicen queda muy por debajo de la mitad de la ciudadanía, según un estudio nada sospechoso del CIS catalán. O, por contra, provoque un ataque identitario bajo el propósito imaginario de recobrar desde las vísceras las adhesiones perdidas. En todo caso, será una convulsión que a buen seguro apremiará a Madrid mediante la exigente agilización de sus reivindicaciones, principalmente las recogidas en los cuatro folios inspirados en Waterloo.

Más cerca, Podemos es un dolor de cabeza para el nuevo tiempo. Una indigesta pesadilla cuando muchos días se trate de asegurar la mayoría parlamentaria, que en esta legislatura se ha fraguado sencillamente para articular un muro de contención contra la (ultra) derecha. Sumar ha podido nacer con una disidencia de enroscada amputación que trata de sacudirse malamente. Resulta innegable por obvio que la inapelable dilapidación de los restos pablistas parece propia de algunos manuales castristas. Una liquidación tan cainita del disidente que enquista arrobas de odio, difícilmente digeribles a corto plazo por la profunda hendidura de la herida. El rechazo fulminante de Ione Belarra a la concesión de Yolanda Díaz de entregarle un ministerio a Nacho Álvarez resulta paradigmático de esta confrontación. Una y otra hablan lenguajes antagónicos, aunque se cobijen interesadamente bajo el mismo techo. Álvarez, dotado de una cabeza económica muy aprovechable, fue un escudero de Pablo Iglesias hasta que decidió embarcarse en el bando de futuro que garantiza la vicepresidenta gallega desde su condición de comodín de refuerzo del bloque socialista. En todo caso, un golpe bajo inmisericorde a la ilusa aspiración de Belarra de mantener a la desahuciada Irene Montero en el gobierno.

Esta disidencia podría resultar letal para la nueva mayoría. Podemos pasará a convertirse en un aguijón siempre pedigüeño de difícil conformidad una vez que quede confirmada su orfandad ministerial. Su heterodoxia disciplinaria colocaría más de una vez al gobierno en la minoría. Otra prueba de resistencia para exprimir las capacidades malabares de Sánchez.