Me esfuerzo por ver el vaso medio lleno. Después de nueve meses de trabajo, el Pacto Vasco de Salud no ha descarrilado. Viniendo de donde veníamos, eso es un logro en sí mismo. A pesar de los apriorismos, los recelos mutuos, las cuentas pendientes del pasado y -lo más sustancial- las muy diferentes concepciones sobre la sanidad pública, los distintos agentes no se han levantado de la mesa. Es más, según las informaciones difundidas, los acuerdos prevalecen sobre los desacuerdos. Hace apenas un año no lo habríamos creído.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, han ido llegando señales de disenso y tarjetas amarillas por parte de varios de los que se reúnen en torno a la mesa. Y en la última reunión se evidenciaron lo que se nombró como “diferencias irreconciliables” sobre los servicios que Osakidetza debe derivar a la sanidad privada. Resumiendo, varios de los participantes sostienen que han de reducirse a la mínima expresión o, directamente, eliminarse todos. Enfrente, el Gobierno vasco y otros agentes ponen los pies en el suelo y señalan que hay un nivel de colaboración con la sanidad privada que es indispensable mantener para garantizar la prestación del servicio y la mejora de sus condiciones.
Personalmente, creo que esta es la opción más realista. Sin dejar de comprender el espíritu de la contraria, veo en ella un maximalismo innecesario y, mucho temo, imposible de llevar a la práctica. Nadie niega que hay que blindar lo público, pero como vemos en tantos otros ámbitos -lo acabamos de comprobar en el industrial con la Operación Talgo-, una colaboración bien proporcionada con el sector privado puede ser muy positiva para todas las partes y, lo más importante, para el conjunto de la ciudadanía. Ahora que hasta los líderes de EH Bildu citan a Mario Draghi, gran apóstol de la entente público-privado, no debería ser tan difícil alcanzar ese punto de consenso por el que abogaba el consejero Alberto Martínez. Ojalá.