Se ha impuesto el sobeteado titular deportivo: “No pudo ser”. El Consejo de Asuntos Generales de la UE ha cerrado (teóricamente, “de momento”) el paso a la oficialidad del euskera, el catalán y el gallego en las instituciones europeas. Como era más que previsible, varios Estados con un panorama lingüístico delicado no han querido abrir su propia caja de Pandora y han optado por un veto, insisto, que estaba cantado. Se me escapan los motivos por los que, en las jornadas previas, se había estado propagando un optimismo que no cuadraba ni con los precedentes ni con el análisis de la situación. La diplomacia y los cambalaches llegan hasta donde llegan, máxime cuando, merced al anquilosado sistema de toma de decisiones ejecutivas de los 27, se precisa la unanimidad, y un solo Estado –da igual su tamaño– puede provocar el bloqueo. A partir de ahí, nos queda poco más que el pataleo. La UE vuelve a mostrar su falta de empatía hacia las realidades subestatales. Sin vocación de resultar cenizo ni de subestimar el trabajo que se está haciendo, vayamos haciéndonos una idea de cuál va a ser la respuesta cuando pretendamos resolver en Bruselas nuestra cuestión nacional. Pero tampoco lloremos por la leche derramada. También cabe una visión menos desazonadora. Primero: esto no acaba aquí. Segundo: se ha llegado bastante más lejos de lo que podríamos haber imaginado hace un lustro. Tercero: se ha conseguido que un gobierno español liderado por un partido que siempre se ha mostrado remiso a propiciar el uso del euskera, el catalán y el gallego en Congreso y Senado abandere la reivindicación. Cierto: no ha sido por convicción, sino por necesidad, pero no vamos a descubrir ahora que así funciona la política. Sinceramente, no creo que haya motivos de reproche al Ejecutivo de Pedro Sánchez. Afinando más, no sería justo que Junts denunciara el incumplimiento del compromiso. Y antes del punto final, déjenme dejar constancia de la postura miserable del PP. Otra vez.
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