De entre el millón de formas de anunciar el adelanto a julio del congreso del PP, Alberto Núñez Feijóo optó por un chiste chabacano: “Pasamos del cónclave del Papa al cónclave del PP”, soltó, creyendo exhibir un ingenio que, como viene demostrando hasta ahora, no es que le sobre precisamente. Ni él ni el ejército de estrategas de pitiminí que le dan coba cayeron en la cuenta de que la gracieta, además de provocar vergüenza ajena, era una invitación (casi una provocación) para replicar con el dicho clásico: “en el cónclave, el que entra Papa sale cardenal”.
Desde luego, motivos para tentarse la ropa no le faltan al líder nominal de una formación que ha demostrado hace bien poco –con su propia entronización, de hecho– que está repleta de Judas a los que les cuesta tres parpadeos traicionar a su mesías y pasarse con armas y bagajes al siguiente mandarín. O mandarina, en femenino, si nos atenemos a la profecía más factible, que apunta a Isabel Díaz Ayuso como la que de verdad tiene mando en la plaza genovesa. Es verdad que, esta vez, la emperatriz de Sol fue la primerísima en salir a celebrar la convocatoria del sínodo popular y a bendecir a su teórico superior en el organigrama, presentándolo como “el cambio imprescindible para España”. Pero, con sus precedentes, sus artes y las de su desacomplejado jefe de gabinete, cualquiera se fía.
Por lo demás, hay que añadir que los congresos los carga el diablo. Hay sobradas muestras de aparentes balsas de aceite que han acabado en tempestad. Nadie garantiza, en el caso que nos ocupa, que las inofensivas ponencias de autoafirmación no acaben en querellas entre los tildados de blanditos, como Juanma Moreno, y los ultramontanos sin freno, como la mentada Ayuso. Si, además, como se ha anticipado, también va a haber movimientos de sillas en la cúpula, el riesgo de colisión se eleva un puñado de octanos. Si hay una fuerza destructiva en la política, es el fulanismo. Vayamos encargando palomitas.