Empezaré
Empezaré con la frivolidad. Dejo constancia aquí de que le debo una cerveza a Andrés Krakenberger. Al más inopinado de los vaticanólogos se le había metido entre ceja y ceja que habría fumata blanca el jueves por la tarde, y me endilgó una apuesta unilateral al respecto. A mí, que contaba aquí mismo ayer que apenas manejaba media docena de datos de oído, me daba igual arre que so, y acepté el envite, siquiera fuera por el gusto que siempre es compartir un trago y mil y una discrepancias (también otras tantas coincidencias, ojo) con un tipo bueno en el sentido machadiano de la palabra. A lo que ya no creo que llegase el incansable defensor de causas perdidas es a intuir que el Espíritu Santo, encarnado en los muy humanos cardenales, se decantaría por un tal Robert Francis Prevost como nueva cabeza de la todavía poderosa (¿acaso alguien lo niega?) Iglesia católica. Ni él ni, en realidad, casi nadie. Tampoco los doctísimos expertos en la materia que nos han venido iluminando desde que Francisco exhalara su último aliento. Ahora, conforme a lo que fui capaz de prever hasta yo, no solo recogen cable, sino que abren la procesión de enterados que aseguran que se ha tratado de la elección más lógica del universo. Vistos los pelendengues, pues eso. Sin rubor, este columnero confiesa, sin embargo, que el apellido Prevost le sonaba difusamente hasta ayer mismo a la hora en que el heraldo de la Santa Sede lo pronunció en voz alta. “¡Anda, un estadounidense, eso que jamás podría ocurrir según los requeteexpertos!”, pensé para mí. Lo siguiente fue prestar atención a las primeras palabras de quien ha elegido (ahí también hay materia digna de escrutinio) ser llamado León XIV. Sinceramente, creo que fue una alocución impecable. Tanto, que no costaba ningún trabajo imaginar el crujir de dientes del sector más reaccionario de la curia. Quedaron pocas dudas de que el agustino de Chicago con alma peruana después de 40 años de servicio está dispuesto a continuar la obra de Bergoglio. ¡Sea!