Desde la barrera parecía fácil. Cuando era portavoz de la oposición en la Asamblea de Madrid, Mónica García, a quien le gustaba presentarse como “médica y madre”, no paraba de sacarle las vergüenzas en materia sanitaria a la emperatriz de Sol, Díaz Ayuso. Cada intervención contenía una retahíla de lecciones sobre lo que se debería hacer para arreglar el depauperado sistema público de la comunidad. Toda esa sabiduría se ha demostrado pirotecnia tras su nombramiento como ministra del ramo. Estos ya 16 meses de gestión se han caracterizado por mucho lirili y poco lerele. O, como le reprochó certeramente el consejero de Salud del Gobierno vasco, Alberto Martínez, por no hacer ni dejar hacer. Miren que no son muchas las competencias que mantiene su negociado, puesto que la sanidad es una de las materias más descentralizadas, pero su ejecución no puede ser más calamitosa. Lo volvemos a ver con el portazo sin contemplaciones a la propuesta de Martínez de reducir en un año el momento en que las médicas y los médicos en formación pueden ejercer –siempre cumpliendo con las debidas garantías y, desde luego, a partir de una decisión voluntaria– para tratar de aliviar la falta de profesionales, especialmente en atención primaria. Probablemente, no sea la solución óptima, pero ahora mismo la necesidad es tan acuciante que deberíamos sopesar los pros y los contras, sin perder de vista, por ejemplo, que hay estados de la Unión Europea en los que el tiempo de formación es menor. ¿Acaso son mucho peores los sistemas sanitarios de Francia e Italia que el del Estado español? Empieza a parecer que, tras el no del ministerio, de ciertas organizaciones gremiales y del equipo pancartero habitual, se esconde el vértigo a que se solucionen los problemas. ¿De qué se iban a quejar entonces?

Lo que nos vamos a reír cuando esto que ahora es inasumible sea lo mejor porque el Gobierno español necesite ciertos votos para sacar adelante no sé qué ley.