Permítanme que hoy me salga del carril de costumbre. Lo hago avalado por los números. Los impíos contadores de visitas digitales certifican que cualquiera de los asuntos de sesuda reflexión política que nos ocupan habitualmente consiguen unos números ridículos en comparación con los cosechados por las últimas noticias en torno al despido de la cantante de La Oreja de Van Gogh. Y empiezo mi cavilación por la palabra que acabo de escribir y que se nos escabulló en el primer bote, cuando titulamos sin pensar que Leire Martínez abandonaba el grupo. Es el relato que nos quisieron imponer los ya excompañeros y propietarios de la franquicia musical en el putapénico comunicado que hablaba de separación de caminos, decisiones difíciles y me llevo una. Pero no debió haber colado. El enunciado correcto es justo al revés: es el grupo el que ha abandonado a la de Errenteria, y además, gastando unos modos manifiestamente mejorables. Después de 17 años en los que la vocalista ha tenido que aguantar la eterna sospecha de ser un parche o, en la versión menos dulce, una usurpadora, la banda se la ha quitado de encima sin la menor delicadeza.
Es la condición humana, pero también la lógica empresarial, que al fin y al cabo es una versión de lo mismo, puesto que los negocios los emprenden personas mondas y lirondas. El buen rollito impostado durante esta larguísima interinidad ha saltado por los aires ante las tozudas cifras de ventas de discos, entradas y contrataciones. Hasta quienes apenas seguimos de refilón el panorama musical sabemos que el conjunto donostiarra hace un tiempo parece haber alcanzado, por decirlo suavemente, el punto equinoccial de su carrera. Calculadora en una mano y moneda para echarlo a cara o cruz en la otra, alguien ha debido de llegar a la conclusión de que para remontar la complicada situación había que sustituir la voz solista femenina, ya veremos si por su antecesora, Amaia Montero. Es difícil no empatizar con Leire.