Se queja la única representante de Vox en el Parlamento Vasco de ser víctima de apartheid porque el lehendakari, Imanol Pradales, la ha excluido de la ronda de contactos que iniciará la próxima semana. Es inevitable sonreír al pensar que, dentro de nuestro ecosistema político, era la izquierda abertzale la que utilizaba ese mismo término para nombrar la marginación que denunciaba sufrir. Es curioso cómo las referencias pasan de extremo a extremo sin perder su significado. Lo de los cordones sanitarios es una cuestión de ida y vuelta. Los mismos que los promueven contra otros pueden acabar protestando al sentir que se les aplican… y viceversa.
Aparte de señalar esa contradicción o esa muestra de la utilización de dos varas de medir, lo que quiero contarles en estas líneas –o más bien, confesarles– es que yo no soy excesivamente partidario de imponer vetos políticos. Si de verdad creemos los principios que enunciamos, deberíamos ser capaces de mantener una relación, siquiera fría, con los diferentes y, apurando, con los muy diferentes. ¿Sería ese el caso de Vox? Vayamos por partes. Ciertamente, no creo que se fuera a romper nada importante si el lehendakari dedicara unos minutos a la titular del acta ultraderechista. Sería uno de tantos sapos que ha de tragarse un dirigente. Lo que no veo es la utilidad ni el sentido de tal encuentro. Así como con el resto de las formaciones, incluido el PP, existe una posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo o de diagnóstico, ahora mismo, con Vox no hay ni una micra de suelo común. Si solo se busca una foto, no tiene sentido perder el tiempo. Y eso vale también para los interpelados porque hay que recordar que en la anterior legislatura fue la parlamentaria abascálida la que decidió no acudir a la llamada de Iñigo Urkullu. Que ahora ponga como ejemplo de “decoro democrático” a quien ella misma plantó es de aurora boreal. O, sin más, politiqueo barato del que practica su formación.