ME irrita un par de congos la k que ha tomado carta de naturaleza en el verbo Ocupar. Hubo un tiempo en que quizá tuvo sentido porque esa grafía respondía a algo que, gustándome más o menos, respondía a unas inquietudes nobles y que en algunos lugares se tradujo en una mejora urbanística y social. Hablo de locales cuyos dueños se habían desentendido de la propiedad y que recobraron vida gracias a unas y unos jóvenes entusiastas que, además, tuvieron como primer empeño mejorar la convivencia del barrio en que intervenían. Así, además de poner a disposición del vecindario todo tipo de recursos, desde cursillos a guarderías o cuidados a mayores, adecentaron fachadas e interiores y mantuvieron los entornos limpios como patenas.

Eso no tiene nada que ver con el vandalismo insolidario y matón de quienes entran a saco en una propiedad ajena -siempre modesta-, destrozan lo que encuentran a su paso y convierten en un infierno la vida del resto de los moradores del edificio, familias que, con suerte, disponen del sueldo mínimo a costa de horarios eternos. No son okupas. Ni siquiera ocupas. Son usurpadores sin el menor principio que se valen de la fuerza, de la legislación vigente -con la ley de vivienda como guinda definitiva- y de la complicidad desacomplejada de los más progres del lugar, tipas y tipos que llegan a negar la existencia del fenómeno, entre otras cosas, porque se saben a salvo de que sus viviendas sean vilmente allanadas. No hablo de oídas. A tres kilómetros a la redonda de mi domicilio he conocido una docena de usurpaciones violentas ante las que solo se han rebelado los vecinos.