CUANDO, hace ya unos años, el inolvidable alcalde de Bilbao Iñaki Azkuna anunció que en su Ayuntamiento se había declarado la guerra al navajero, los biempensantes que ni es necesario citar saltaron a una. En una demostración de libro de que el racismo reside en sus turbios cerebros, y aunque el primer edil no hizo la menor referencia étnica, los intérpretes de la verdad única establecieron que se trataba de una proclama xenófoba que buscaba estigmatizar a determinados colectivos.

No cito estos hechos a humo de pajas. Contienen la explicación de por qué hoy seguimos lamentado el brutal cuádruple apuñalamiento en una discoteca de Gasteiz o el asesinato a cuchilladas de Lukas Agirre en Donostia, por poner los dos ejemplos más recientes entre centenares de casos. Aunque haya quien luego tenga el rostro de ponerse a pie de la pancarta lacrimógena, los actuales guardianes de la ortodoxia y las buenas costumbres impiden con todo el peso de su necedad y de sus prejuicios que se actúe contra los tipejos que dedican las noches del fin semana a rajar a quien se les ponga en la punta de las narices. Porque esto no suele ir de reyertas o encontronazos. Nueve de cada diez son agresiones por capricho. Conscientes de su impunidad –ni las leyes ni sus intérpretes ayudan–, los malotes eligen víctimas, que pueden ser sus hijos o los míos, entre quienes han salido con la intención de pasar un buen rato. La siguiente parte de la coreografía es lo suficientemente conocida, aunque, ojo, solo cuando hay consecuencias graves. El asunto va a los titulares, nos tiramos de los pelos y se anuncian medidas. Hasta la siguiente.