Cada año, cuando el calendario se queda en los huesos y el tiempo aprende a bostezar, el transporte público de Bizkaia se pone el abrigo bueno y sale a la calle con una mezcla de prudencia y generosidad. Nochevieja y Año Nuevo no son solo una frontera simbólica: son una coreografía colectiva en la que Metro Bilbao, Bizkaibus, Bilbobus, Euskotren y los funiculares afinan horarios como quien ajusta un reloj antiguo antes de heredarlo. Hay interrupciones nocturnas, últimas salidas que se adelantan con la discreción de una despedida y frecuencias especiales que prometen volver a casa cuando la madrugada aún huele a pólvora y a cava tibio.

En estas fechas el transporte deja de ser una infraestructura y se convierte en un estado de ánimo. Los andenes, normalmente puntuales y sobrios, se llenan de conversaciones con brillo en los ojos; los autobuses llevan dentro un pequeño teatro de chaquetas brillantes, zapatos nuevos y propósitos recién estrenados que todavía no saben que mañana tendrán resaca. El funicular, con su paciencia de abuelo, sube y baja como si supiera que la ciudad necesita, al menos una noche, verse desde arriba para perdonarse.

Que los horarios se adapten es una forma de cortesía pública, una pedagogía silenciosa: la fiesta también se organiza. Hay quien se queja de las interrupciones nocturnas, como si el tiempo debiera comportarse igual cuando todo el mundo decide desordenarlo. Pero la ciudad no se apaga; se regula.

Bizkaia celebra sabiendo que el transporte es un hilo que cose barrios y biografías. Las frecuencias especiales son como esos amigos que aparecen cuando más falta hacen, sin hacer ruido. Y al día siguiente, cuando Año Nuevo amanece con cara de domingo largo, los trenes y autobuses vuelven a su compostura, como si nada hubiera pasado, aunque todos sepamos que algo se ha movido por dentro, que el tránsito de un año a otro se ha celebrado de lo lindo.