HAY días en los que el Nervión se convierte en un espejo lento donde la ciudad se contempla sin prisas. Subirse al barco eléctrico de la Bilbao River Company es, por un instante, un acto de fe: uno cree que todavía es posible viajar sin romper el silencio que deja una gaviota al planear. Esa fe, tan escasa en estos tiempos de turismo voraz, es la que ha querido cultivar la Diputación Foral de Bizkaia, empeñada en desestacionalizar la llegada de visitantes y, sobre todo, en mostrar que el territorio guarda más tesoros que la inconfundible armadura de titanio del Guggenheim.

El barco se desliza sin desgarros, como si no quisiera despertar a los astilleros dormidos ni a las viejas casas industriales que aún conservan la dignidad oxidada de otra época. A bordo, uno comprende que esta propuesta turística no pretende alumbrar otra romería de selfies, sino recuperar la liturgia perdida del descubrimiento. El viajero, cada vez más exigente, ya no quiere solo consumir destinos: anhela historias que se le peguen a la piel, fragancias de puerto, rumores de hierro y salitre, cicatrices del paisaje que le cuenten de dónde viene un pueblo y hacia dónde se dirige.

Por eso este paseo fluvial adquiere un brillo distinto. A uno y otro lado del río desfilan los barrios como capítulos de una novela que se está reescribiendo. La colaboración entre la institución pública y el sector privado, tantas veces nombrada pero pocas veces materializada con elegancia, aquí se convierte en un gesto natural: ofrecer un producto que seduzca sin encandilar, que eduque sin sermonear, que invite sin saturar.

La embarcación avanza y, a medida que se aleja del museo que ha sido faro y milagro arquitectónico, emergen otros atractivos que el viajero a menudo ignora: los muelles donde todavía resuena el eco de los estibadores; los montes que envuelven la ría como un abrazo de piedra verde; los pueblos ribereños que guardan en sus plazas un ritmo que no figura en ningún folleto. Hay belleza en esa modestia, una belleza que solo se revela cuando la prisa cede.

Este proyecto, nacido del afán de equilibrar el turismo, podría ser una invitación a mirar Bizkaia con ojos menos automáticos. He ahí el verdadero lujo del futuro: moverse sin ruido, dejar que un río cuente su historia y comprender que, bajo el titanio del Guggenheim, late Bizkaia mucho. No se trata de replicar el milagro, sino de esparcirlo. l