El costalazo fue tremendo, una caída del caballo a la altura de la del mismísimo San Pablo, dicho sea más allá de las connotaciones religiosas del ejemplo. Ante los ojos de quien esto escribe, ateo confeso en los últimos avances de la IA, se hizo la luz en un curso impartido por Urbano García Alonso. Ahora verán cómo y porqué se produjo la conversión. 

Durante años, el hombre que asistía a aquel curso había mirado la palabra “algoritmo” con el mismo recelo con que se mira a un prestidigitador que promete sacar un conejo del sombrero y acaba mostrando una paloma. Urbano García Alonso hablaba en la pantalla con la serenidad del que sabe que lo inevitable ya ha sucedido: la inteligencia artificial no es una promesa de futuro, sino una vecina que ya deja sus notas en el buzón.

El alumno escéptico, con la pluma aún manchada de tinta y las manos acostumbradas a las teclas que suenan como una máquina de escribir vieja, creía que toda forma de comunicación debía oler a café recién hecho y llevar la huella del pulso humano. Pero en el curso, mientras Urbano desgranaba ejemplos de máquinas que escriben, dibujan y hasta piensan por nosotros, algo comenzó a resquebrajarse dentro de él. Era como si una ventana se abriera en una casa antigua: por primera vez, el aire nuevo no le molestó.

Descubrió que la IA podía componer una melodía sin haber sentido nunca el amor, traducir emociones que jamás había tenido y conversar con una cortesía que ya pocos humanos conservan. Y sin embargo, había en todo ello una belleza incierta, casi melancólica, como la de los primeros automóviles que recorrían las calles de París mientras los cocheros, desde sus carruajes, observaban incrédulos aquel nuevo animal de acero.

Urbano, con su tono de periodista que ha visto el porvenir desde el ojo del huracán digital, no pretendía convencer, sino revelar.

No hablaba de robots, sino de una nueva gramática del mundo. Y el escéptico, que al principio tomaba notas como quien cumple un castigo, empezó a escribir preguntas con curiosidad. ¿Y si la inteligencia artificial no viniera a sustituirnos, sino a recordarnos lo que habíamos olvidado? ¿Y si su aparente frialdad fuese sólo un espejo donde mirar nuestra propia pereza, nuestra falta de asombro? Seguirá en pie su apuesta por una mirada humana sobre las historias que le gusta buscar y contar pero la curiosidad, ya les digo, se ha despertado.