Cada diciembre, cuando el otoño se despeina sobre los tejados húmedos de Bilbao y el aire huele a castañas asadas y paraguas vencidos, el mercado navideño aparecía –como un belén pagano...– en el Arenal. Allí uno encontraba la promesa de una Navidad de barrio: sencilla, húmeda, con bufandas de lana gruesa y luces que parpadeaban con melancolía ferroviaria.

Pero este año, como si los Reyes hubieran confundido la ruta del incienso, el mercado ha hecho las maletas y se traslada al parque de Doña Casilda. El Arenal era el salón del pueblo. Doña Casilda, en cambio, es un jardín inglés que huele a jazmín y a patos con jet lag. Allí, los bancos tienen respaldo, los niños van en triciclos de diseño escandinavo y los perros posan como si supieran que Instagram los está mirando. No es que uno tenga nada contra el parque —al contrario—, es un rincón hermoso, casi demasiado perfecto. Pero el mercado navideño no necesita postal, necesita alma.

En el Arenal, los tenderetes parecían colocados por la mano invisible de un abuelo. Todo tenía un desorden entrañable: las bufandas de alpaca junto al turrón artesano, las bolas de Navidad al lado de un vinilo de Benito Lertxundi. Y entre sorbo y sorbo de txakoli, uno podía encontrarse con la vecina del tercero o con un amigo de la infancia al que solo se ve en fechas señaladas.

Ahora, en Doña Casilda, todo será más limpio, más ordenado, probablemente más instagramable. Pero se perderá ese caos humano que hacía del mercado algo más que una feria: una celebración del invierno bilbaino. no con todo su lodo, su café con leche y su dignidad bajo la lluvia.

¿Será todo más cómodo en el parque? Parece que sí, no lo duden. Pero como decía aquel poeta, la Navidad no está en los regalos, sino en las calles donde aprendimos a soñar. Aunque ahora esas calles estén un poco más vacías con esta mudanza anunciada.