Fue un amanecer roto: hacia las siete menos cuarto, la ciudad respiró muerte allá en Solokoetxe, en la calle Fika, donde un joven de veintiún años –recién despierto quizá, todavía con la noche entre las ropas– cayó herido de arma blanca. Lo llevaron al hospital de Cruces, pero la herida fue demasiada, demasiado profunda. No es solo la sangre lo que borra las líneas del futuro; es el silencio.
Y eso que sonó como un aldabonazo, un grito contenido que estalla en la plaza pública. Porque no es solo la víctima lo que nos deja horrorizados, sino la evidencia de que cada mañana puede amanecer con tragedia. De que el filo de un cuchillo –quizá un machete, tal vez cualquier otra arma blanca corriente y matante..– puede segar un destino, y que la ciudad entera, nosotros mismos, somos testigos.
En Bilbao, como en muchas urbes, hay certezas que se forjan con rutina: calles que atravesamos confiados, vecinos que nos saludan, bares que aún huelen a café y periódicos, aunque cada vez sean menos. Pero la certeza también tiene sus grietas. Y la grieta se manifestaba en la mañana del domingo en Fika: una pelea, un altercado, un intercambio brutal. En una ciudad en la que se decía que se vivía con cierto sosiego, con cierto remanso de orden, el horror ha mostrado su cara.
Desde los balcones del poder llegan promesas: más presencia policial, investigación, sanción, prevención. El alcalde ha dicho que es “una malísima noticia”, que ahora la Ertzaintza debe “detener a los culpables” para que “no quede impune”. Son palabras que nos reconfortan un instante, como el refugio de un paraguas en la tormenta; pero la lluvia de fondo continúa. El joven extranjero de origen marroquí, 21 años, ha pasado a engrosar una estadística que se dibuja con morbo injusto: edades tempranas, adolescencia que se rompe, expectativas diluidas. Un fracaso colectivo.