VAYAMOS al recuerdo: Bilbao, esa ciudad que aprende a caminar con el río en la memoria, ha sido otra vez llamada a juicio por una palabra incómoda: zona tensionada. No es un título de feria, ni un eslogan de campaña; es una etiqueta que desvela, como una radiografía, la tensión entre deseo de estabilidad y la fiebre de la inversión. En el aire flota la pregunta que no quiere callar: ¿a quién sirve este diagnóstico y qué significa para la casa de cada vecino?
La vivienda, estarán conmigo, es un archivo vivo de la vida diaria, un mapa que mide el latido de un barrio. No una mercancía aislada, sino una memoria hecha de llaves, contratos y las miradas cansadas de quienes buscan un respiro urbano sin perder la dignidad. En esa mirada, la decisión de declarar a Bilbao zona tensionada por el mercado residencial no es un simple dato estadístico; es una confesión de límites, un mapa que señala las fisuras entre el derecho a la vivienda y la lógica del mercado.
Por supuesto, la tensión no nace de la noche a la mañana. Se cuece en las tertulias de los portales, en la memoria de alquileres que suben, en las filas de personas que esperan una vivienda asequible como quien espera un milagro que llegue sin exigirle creer en un milagro cada mes. Una zona tensionada es, en el fondo, una denuncia: que la ciudad ha convertido la casa en un bien que se compra y vende con la frialdad de un producto, dejando a la gente común a la intemperie de la anticipación y la angustia.
La etiqueta de zona tensionada no debe ser un permiso para la indiferencia pública, sino una llamada a la acción colectiva. No basta con medir el problema; hay que intervenir en las causas: regular el alquiler, fomentar la vivienda social, activar líneas de crédito para familias y no para fachadas y defender la convivencia por encima de la comodidad de la inversión. Todo cambia y todo cambiará.