Sacudido el polvo de los disgustos tras la eliminación en Manchester, Bilbao se arremanga para recibir una final british en la Europa League. Bilbao, ya lo saben, lleva en su alma el eco de los viejos muelles por donde la marea trajo el fútbol y las calles susurran historias de lucha y esperanza. Bilbao se prepara para recibir la gran fiesta del fútbol europeo. La final de la Europa League en San Mamés no es solo un partido; es un acto de celebración, un encuentro de pasiones que une a miles de corazones en un solo latido.
Pero en medio de la algarabía también se teje una trama de precios desorbitados, de alquileres que suben como la marea en verano, y de espacios que se reservan para los que llevan la camiseta en el alma y en la piel. Los hoteles, esos refugios temporales, han puesto en marcha sus tarifas más altas, como si el fútbol fuera un lujo que solo unos pocos pueden permitirse. Los alquileres en el centro, en las calles que en días normales respiran calma, ahora se convierten en un mercado persa de oferta y demanda que deja a muchos sin opción, sin espacio, sin la posibilidad de vivir la pasión en su propia ciudad. Y en medio de todo ello, los espacios reservados para los aficionados, esos templos de la emoción, se preparan con cuidado, con la esperanza de que la fiesta no se convierta en un negocio más o en un campo de batalla, sino en un acto de comunión entre quienes sienten el fútbol como parte de su historia. La hostelería, por su parte, se viste de gala, ofreciendo tapas, cervezas y risas que buscan acoger a los visitantes y a los locales por igual, en un abrazo que trasciende las fronteras del deporte. Pero también hay una reflexión que hacer: ¿hasta qué punto el fútbol no se ve empañado por los intereses económicos que lo rodean? ¿No sería hermoso que, en medio de los precios y las reservas, recordáramos que lo más valioso no es el dinero, sino la alegría compartida, la historia que se escribe en cada gol, en cada canto, en cada abrazo? Bilbao, con su carácter de ciudad que sabe ser hospitalaria y orgullosa, tiene la oportunidad de demostrar que el fútbol puede ser un acto de amor y comunidad, más allá de los números y las cifras. Que la final en San Mamés sea un ejemplo de cómo la pasión puede vencer al lucro, y cómo la ciudad puede abrir sus puertas sin cerrar su corazón. Porque al final, lo que queda en el aire no son solo los goles, sino la memoria de un pueblo que sabe celebrar la vida.