Hay circunstancias extrañas que provocan eclipses a ras de suelo, obras urbanas puntuales que, bajo la promesa de que traerán la felicidad, inundan de tristeza puntos concretos de la ciudad. Es lo que está ocurriendo en el Ensanche, donde entre vallas y socavones no cabe un ápice de alegría. Y no solo duele esa herida, sino que la cicatriz afecta a comercios que corren el riesgo de caer, heridos de muerte. En las calles que se preparan para cambiar, en las obras que rompen el silencio de la ciudad, los comercios son los primeros en sentir el peso de la transformación.
Son como los viejos árboles que, al ser arrancados para dar paso a nuevas raíces, dejan en el suelo un surco de tristeza y pérdida. La ciudad, esa criatura que crece y se modifica, a veces olvida que en sus entrañas también viven quienes hacen de ella su sustento, su historia, su vida cotidiana. Los comerciantes, esos artesanos del día a día, ven cómo las obras que prometen un futuro mejor ahogan su presente, cortando el flujo de clientes, cerrando puertas que no vuelven a abrirse, dejando en el aire un olor a incertidumbre y a despedida.
Se pierde la esperanza de seguir siendo parte de esa ciudad que, en su constante cambio, a veces olvida que sus cimientos también son humanos. La solución no es sencilla, ni rápida. Pero hay caminos que pueden aliviar el peso de la obra: compensaciones justas o campañas de promoción que atraigan a los comercios afectados. La obra puede ser un acto de progreso, sí, pero también debe ser un acto de justicia. La ciudad que está por construir ha de ser aquella que no olvida a sus pequeños, a sus comerciantes, a sus historias silenciadas por las máquinas y los planos. Porque en esa memoria, en esa empatía, reside la verdadera fuerza de una ciudad que no solo crece en tamaño, sino en humanidad. Si no es así, la ganancia supondrá una pérdida.