En días primaverales como el de ayer, días de los que dan gusto, uno se acuerda de ese meme que leyó hace no mucho: necesito un playacetamol con vinoprofeno. Uno piensa en recrearse a la sombra de una terracita y ¡zas! aparecen en el paisaje de la Plaza Nueva los andamios que tanta vista quitan, que tanto disgusto dan. Se quejan los usuarios, como quien suscribe, y lo hace la hostelería, temerosa del dios de las costumbres, no vaya a ser que quienes se van por las molestias descubran otras tierras apacibles para anidar. y lo hace la persona usuaria, tan acostumbrada como está al virgencita, virgencita...

Otro tanto piensan quienes usan vehículos particulares. No por nada, la gente aficionada al tocomocho y a la estampita (los pagos fraudulentos, el tiempo de más, las plazas de menos cuando uno se hace el orejas para moverse...) se ha visto rodeada por una avanzada tecnología que les vigila como aquel Gran Hermano ensoñado por Orwell y que hoy es pura realidad. Tanta que se calcula más de un millón de euros anuales de recaudación en multas por motivos asociados a la OTA. Volvamos al origen de esta reflexiones: en días como el de ayer, cuando se escucha el canto de sirena de las costas, llamándonos la mar, se supone que habrá disminuido la presencia de tráfico rodado en la gran ciudad.

Permítanme el desahogo. Las terrazas son, en esencia, un microcosmos de la sociedad. Allí, en esas mesas de metal y sillas de plástico, se entrelazan historias, risas y, a veces, lágrimas. La gente se sienta a tomar un café, una caña o un vino, y en ese acto tan simple, se produce una magia que solo el buen tiempo puede traer. Es como si el sol, al calentar nuestras pieles, también derritiera las barreras que nos separan. En una terraza, el tiempo parece detenerse. Las conversaciones fluyen con la misma naturalidad que el vino en la copa. Que no se vayan.