Síguenos en redes sociales:

El sacacorchos

Jon Mujika

No pongas tus sucias manos ahí

LO suyo era la puesta a punto física, el diseño de estrategias, la enseñanza de los rudimentos del baloncesto y la ponderación del valor del grupo para hacer de los valores la argamasa de un equipo. No será reconocido por nada de eso. Mario López rompió las reglas, se saltó las normas y llevó a una de sus jugadoras a los abismos del infierno. Ignoro si esa voz interior de la conciencia le reprendió alguna vez, durante esos tres años oscuros en los que abusó a conciencia. Lo ha hecho la ley y la calle. Como uno de los integrantes de la calle duele no haberlo sabido antes para frenarle, para evitar el acoso y derribo propio de las malas bestias. Ahora que se puede, ahora que se sabe todo lo que hizo, podemos decirle eso de “no pongas tus sucias manos ahí, hijo de puta”. Es tarde, lo sé. Pero siempre es mejor tarde que nunca.

Le han condenado a más de 13 años de prisión, casi uno por cada año de vida que tenía su víctima cuando cayó en sus garras. Poco me parece. Poco nos parece a miles que hemos tenido hijos e hijas inscritos en el deporte escolar, bien porque los menores apreciaban la práctica del ejercicio físico y bien porque los adultos veían en el deporte colectivo un aula de enseñanzas. Ha abusado de la ilusión de la pequeña y de la confianza de los progenitores, provocando que la vida de la joven estallase en mil añicos. Lo que les decía: muy poco.

La figura del entrenador, ese guía que debería ser un faro de inspiración y confianza, se ha convertido en un monstruo que devora la inocencia de los más vulnerables. Los abusos sexuales en este ámbito son una realidad que se repite, un eco ensordecedor que resuena en los pasillos de las instituciones, en los vestuarios y en las canchas, No es la primera vez que se escucha una historia semejante y ese eco ensordece.

El deporte, en su esencia más pura, debería ser un espacio de alegría, de camaradería, de superación. Pero cuando el abuso se infiltra en sus entrañas, se convierte en un terreno fértil para el dolor y la desesperanza. Las víctimas, muchas veces, se sienten atrapadas en un laberinto del que no pueden escapar. El miedo a no ser creídas, a ser señaladas, a perder su lugar en el equipo, las silencia. Y así, el ciclo de abuso continúa, alimentado por el silencio. Me parece poco, ya lo dije, pero algo es. Es hora de que la sociedad se levante y exija justicia. No podemos permitir que el miedo y la vergüenza sean cadenas que atan a las víctimas.