Cada vez recuerda más a la conquista del Lejano Oeste, donde cada acre de terreno se peleaba a sangre y fuego. El espacio libre para aparcar se ha convertido en algo semejante a la tierra prometida. Aparcar en la ciudad se ha convertido en una de esas hazañas dignas de un héroe de la mitología moderna. En un mundo donde la movilidad es un derecho, la realidad de las calles se siente más como un laberinto de restricciones que como un espacio de convivencia. La OTA ha transformado el simple acto de estacionar en una odisea que muchos preferirían evitar. Las calles, que deberían ser un reflejo de la vida urbana, se han convertido en un campo de batalla donde los conductores luchan por un espacio que parece cada vez más escaso. Y, claro, alguien tiene que gestionar ese reparto.

Se lo dejo bien claro: yo no conduzco. Pero estoy rodeado de gente que lo hace y que se queja a diario. Las señales de “prohibido aparcar” y las zonas de carga y descarga se multiplican como setas después de la lluvia, mientras que los espacios habilitados se convierten en un bien preciado, casi un tesoro escondido. Y, cuando finalmente encontramos un lugar, la alegría dura poco: la OTA nos recuerda que la felicidad tiene un precio, y no es precisamente barato. Las restricciones son, sin duda, necesarias para regular el tráfico y fomentar una movilidad más sostenible. Pero, ¿a qué costo? La sensación de que cada vez hay menos opciones para aparcar se convierte en un lastre para los ciudadanos.

Y no hablemos de las interacciones prohibidas. La ciudad, que debería ser un lugar de encuentro y convivencia, se convierte en un laberinto de normas que limitan nuestras interacciones. No se puede parar aquí, no se puede esperar allá, y mucho menos compartir un espacio con un amigo que solo quiere dejarte en la puerta. La espontaneidad se ve ahogada por un mar de restricciones que, en lugar de facilitar la vida, la complican. Es cierto que la OTA busca desincentivar el uso del coche en el centro y promover alternativas más sostenibles, pero la realidad es que muchos ciudadanos dependen de su vehículo para moverse. La falta de aparcamiento no solo afecta a los que viven en la ciudad, sino también a los que vienen a trabajar, a comprar o a disfrutar de lo que la urbe tiene para ofrecer. La frustración se acumula, y la sensación de que la ciudad se ha vuelto hostil para el conductor se hace palpable.