El que fuera conocido como Cinturón de Hierro de Bilbao hacía referencia a un sistema de fortificación formado por túneles, búnkeres y trincheras construido durante la guerra civil alrededor de la ciudad con el objetivo de defender a ante ataques enemigos. Visto como se ha puesto el patio, Serapio, sustituya quien esto lee túneles, búnkeres y trincheras por accesos independientes, las tres quintas partes, mínimo, de aprobación de los vecinos de la escalera y una sola vivienda por edificio dedicada a estos menesteres en el centro de Bilbao. Si uno deja volar la imaginación y considera la invasión turística equiparable al ataque de enemigos, verán que la expresión cinturón de hierro al menos admite la comparación.
La pregunta flota en el ambiente: ¿Es necesaria esta protección?? Basta con prestar un poco de atención para ver cómo las ciudades, esos organismos vivos que respiran cultura y diversidad, han visto cómo el fenómeno de los pisos turísticos ha transformado su esencia. En un pispás, lo que antes era un hogar se ha convertido en un escaparate para viajeros de todo el mundo. Y, aunque el turismo trae consigo una inyección económica que no se puede ignorar, también plantea preguntas incómodas sobre la identidad de cada barrio.
Son los vecinos quienes sienten que su hogar se ha convertido en un hotel de paso. La vida cotidiana se ve alterada por el ir y venir de turistas, que, aunque traen consigo la alegría de la novedad, también traen ruido, desorden y, en ocasiones, faltas de respeto por el espacio que habitan.
Las restricciones a los pisos turísticos no son solo una respuesta a la necesidad de regular el mercado; son un intento de recuperar el equilibrio. La regulación se convierte en una herramienta necesaria para proteger la esencia de lo que somos. Pero, ¿hasta qué punto es justo limitar la libertad de quienes ven en el alquiler turístico una oportunidad económica? Aquí es donde el dilema se complica.