El trompetista y compositor estadounidense Miles Davis lo tuvo claro. El silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de todos los ruidos, dijo. Es una mirada casi poética sobre el ruido, una molestia siempre enojosa cuando uno la sufre y consecuencia lógica cuando uno la practica. Al despacho del Ararteko ha llegado la protesta de una vecindad harta de las protestas sonoras de las manifestaciones y de los decibelios de las exhibiciones musicales. ¿Acaso no hay derecho a la queja en las manfiestaciones o a la música en la calle...? Es de suponer que sí pero, más allá de esa suerte de libertad de expresión, cabe poca consideración en quienes reprochan unas condiciones laborales o un acto violento y en quienes se ganan el pan en la calle con un instrumento o quienes disfrutan de un concierto o una serenata bajo el sol.

El paso del tiempo nos ha enseñado que en ocasiones el asfalto se convierte en lienzo y el aire en escenario. Que en ocasiones se alzan las voces de quienes protestan. Voces que claman por justicia, por derechos, por un mundo más humano. Pero, en medio de este clamor, hay quienes se quejan del ruido. Aquellos que, con un gesto de desdén, miran por la ventana de su confort y se irritan ante el eco de la vida que se manifiesta. Si es por intransigencia, esas quejas llegan en mala hora. Si en verdad ocasionan un perjuicio para la vida corriente habrá que buscar una solución.

Es cierto que el ruido puede ser molesto. Las guitarras desafinadas, los cánticos apasionados, los gritos de protesta pueden perturbar la paz de quienes buscan tranquilidad. Pero, ¿acaso no es esa perturbación un recordatorio de que hay quienes no pueden permitirse el lujo del silencio? Aquellos que, en su lucha diaria, encuentran en la música y en la protesta una manera de ser escuchados en un mundo que a menudo les da la espalda. No es fácil dar con el equilibrio.