Conocí a gentes de la mar que decían algo así como no salgas de puerto, si las nubes no corren con el viento y por ahí canta un refrán que dice marzo ventoso y abril lluvioso, hacen a mayo florido y hermoso. La gente de la mar, les decía. Y la del campo, siempre atenta a los cielos, por si traen consigo el pedrisco o el sol abrasador que todo lo seca. Son hábitos de siglos que hoy, merced al lobo de la dana que todo lo asusta, se quedan cortos de precisión. Ha sido tal el escándalo formado por esa cadena de desinformaciones y tales las nefastas consecuencias que en Euskalmet han detectado una preocupación en la sociedad. Hasta hace algo más de una semana apenas llegaban a dos mil personas las adscritas a un servicio de Euskalmet que enviaba las alertas amarillas, naranjas y rojas. Y supongo que algunas de ellas lo hacían por el interés que les despierta la climatología. La nueva temperatura derivada de las catástrofes y de las amenazas del cambio climático ha desatado una especie de fiebre de demandas. Se han triplicado. Como si nos hiciese falta un Sherlock Holmes en los cielos.

¿Son demasiadas las alarmas?, se preguntan los que temen el cuento de Pedro y el lobo. En un mundo donde el clima parece volverse cada vez más errático, la pregunta que surge es: ¿Son realmente eficaces? ¿Nos están salvando de desastres inminentes o, por el contrario, se han convertido en un ruido de fondo que ignoramos? Es innegable que han salvado vidas, con lo cual el valor de la herramienta está probado. Sin embargo, también hay un lado oscuro en esta historia. La saturación de alertas, muchas veces exageradas o mal interpretadas, ha llevado a una especie de fatiga informativa. Nos bombardean con mensajes de “peligro inminente” y, tras varias ocasiones en las que el desastre no se materializa, la gente comienza a restar importancia. ¿Qué diría Sherlock?