Ya es hora de que entremos en los tribunales, ese espacio donde los delitos sometidos a juicio se convierten en el relato de una historia truculenta, con varias aristas, como ven. No en vano, el hombre señalado como presunto asesino de las citas ha sido acusado por estafa al intentar darle un uso fraudulento a las tarjetas de crédito de sus supuestas víctimas. Para la gente profana en este tipo de asuntos todo suena como si se proyectase una serie de Netflix, una sucesión de capítulos ligados entre sí pero con desenlaces independientes. No quiere uno, con esta metáfora, frivolizar sobre lo sucedido. Más al contrario, el propósito es evitar que los sucesos le lleven al arrebato o al disgusto absoluto.

Hagamos una mirada panorámica, sin nombres ni apellidos. Una mirada a campo abierto. Las citas, esos momentos en que dos almas se encuentran, son ahora un campo de batalla donde la desconfianza y el miedo se entrelazan. En un rincón de la ciudad, un café se convierte en el escenario de una danza de miradas, pero también de recelos. ¿Quién es realmente el otro? ¿Qué historias oculta tras su sonrisa? La tecnología, que prometía acercarnos, ha tejido una red de incertidumbres que atrapa a los corazones solitarios.

El asesino de las citas, pongamos por caso, no es solo un individuo, sino un símbolo de una era en la que la autenticidad se ha vuelto un lujo. En un mundo donde las aplicaciones de citas prometen amor a un clic, la realidad se desdibuja. Las conversaciones se convierten en monólogos, y las risas, en ecos lejanos. La esencia de lo humano se pierde en un mar de perfiles cuidadosamente curados, donde la verdad se disfraza y la vulnerabilidad se convierte en un riesgo.

Las calles que han visto amores florecer y amistades forjarse ahora son testigos de un fenómeno que desdibuja la calidez del contacto humano. La búsqueda de conexión se transforma en un juego de máscaras, en un riesgo a la vuelta de la esquina. Salgamos de ese círculo.