Miremos a nuestro alrededor para coger un poco de aire: Euskadi presenta la tasa de riesgo de pobreza más baja de todo el Estado. Lo que quiere decir que el peligro de enriquecer las bolsas de pobreza, aun latente, no está en primera línea de fuego. La radiografía de la pobreza va clareándose; las manchas negras, si me lo permiten decir así, menguan aunque no está mal que mantengamos ojo avizor. No en vano, en el vasto escenario de la vida, donde los sueños se entrelazan con la realidad, el riesgo de pobreza se presenta como una sombra que acecha.
Seamos conscientes, no obstante, que más allá de las cifras y las estadísticas, al sentir el pulso de la humanidad que se encuentra atrapada en un ciclo de desigualdad. La pobreza no es solo un estado económico; es una condena que se hereda, un estigma que se lleva como una marca indeleble. En las calles de nuestras ciudades, en los rincones olvidados de los campos, hay rostros que cuentan historias de lucha y resistencia. Historias de aquellos que, a pesar de la adversidad, se levantan cada día con la esperanza de un futuro mejor. Pero, ¿qué futuro les espera en un mundo donde el riesgo de pobreza se convierte en una constante?
El riesgo de pobreza es también un riesgo de invisibilidad. Aquellos que caen en este abismo son a menudo olvidados por la sociedad, relegados a un segundo plano en la narrativa del progreso. Pero, como diría Galeano, “mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. Es en la acción colectiva, en la solidaridad, donde reside la esperanza.
En este laberinto de desigualdades, es fundamental recordar que la pobreza no es un destino, sino una construcción social. Cada uno de nosotros tiene el poder de cuestionar, de actuar y de exigir un cambio. Es una lucha digna por el reconocimiento de cada ser humano. De sus posibilidades.