La línea de aviación que facilitará la conexión entre Bilbao y Nueva York, noticia que ha sido la comidilla de estos días y ha circunvalado las miles de cuadrillas del botxo, generará, por lo detectado hasta la fecha, un clan de grandes afortunados: los neoyorquinos que tendrán al alcance de su mano la posibilidad de conocer Bilbao en carne y hueso. ¿Qué pensará aquella gente tan vanguardista y a la última de nosotros¿ ¿Apreciarán el sentimiento Athletic o la gastronomía de altos vuelos que se frecuenta por estor lares...? Es difícil saberlo, ni siquiera por el camino de la intuición. Desde que le oí a un amigo, hace más de 30 años ya, que la primera pregunta que le hicieron en su familia de acogida de Chicago fue si era verdad que en Bilbao había dos lunas Estados Unidos me parece como la célebre caja de bombones de Forrest Gump: nunca sabes cuál te puede tocar.
Así que me parece más interesante que vengan, un poco al estilo de lo que decía Unamuno: ¡que inventen ellos! Voy a creerme la ilusión de que algún neoyorquino lea estas palabras. Y aprovecho para recordarles que cada viaje es una lección, una oportunidad para aprender no solo sobre los lugares que visitamos, sino también sobre nosotros mismos. Cuando viajamos, nos convertimos en estudiantes de la vida. Cada ciudad, cada pueblo, cada rincón del planeta tiene una historia que contar, un latido que resuena en el aire. En las calles de Bilbao, por ejemplo, se siente el eco del orgullo, el esfuerzo y la entrega de quienes han caminado antes que nosotros. En los mercados de Marrakech, los colores y olores nos envuelven, y cada especia es un recordatorio de las tradiciones que han cruzado océanos y fronteras. Viajar es, en esencia, abrir los ojos y el corazón a la humanidad. Viajar para aprender implica un compromiso con la curiosidad. ¡Venid, hombre, venid!