Hubo un tiempo en el que Bilbao solo podía cruzar de una orilla a otra en barca o bajo peaje, allá por el puente de Perrochico, a los pies del ayuntamiento. El alcalde Moyúa encargó el puente levadizo de Deusto y Ercoreca puso la primera piedra para su creación. Se elevó bajo la inspiración del puente de la Avenida Michigan, obra de los ingenieros Bennett, Pihlfeldt y Young, construido en 1920 y el asunto era necesario al cien por cien, si se juzga que durante el primer tercio del siglo XX la Ría era una suerte de Mississippi industrial por el que navegaban barcos de gran calado hasta el puerto de Bilbao, enclavado en aquel entonces en lo que hoy es uno de los corazones de la ciudad. Las entrañas –la sala de máquinas, digo...– evoca una escena cualquiera de los tiempos modernos de Charles Chaplin aunque la maquinaria interior del puente ya no sea la misma.
Cuentan que la última vez que se alzaron las hojas del puente para dejar paso a un barco fue el 4 de mayo de 1995 para que surcase, bajo la osamenta del puente, el buque Hoo Ckres de la naviera Pinillos. El viejo Bilbao industrial ya era casi cadáver por aquel entonces. Ya no podrán pasar los grandes buques (el puente Euskalduna lo impide...) pero era todo un espectáculo ver cómo alzaba sus brazos al suelo aunque el puente no tenga la intriga del puente de los espías donde se intercambiaban prisioneros en la Guerra Fría ni el dolor del puente de los suspiros de Venecia, que debe su nombre a los suspiros de los prisioneros que, desde allí, veían por última vez el cielo y el mar. Nada tiene que ver con la acepción romántica han utilizado algunos autores.
Recuerden, eso sí, que sobre sus lomos se había librado, una década antes, la última gran batalla que conoció Bilbao: la terrible batalla de Euskalduna. En 1984 la llamada reconversión industrial llegó a los astilleros vizcainos públicos Euskalduna. Y allí se libró la guerrilla de la resistencia.