Es la suerte y sus caprichos cuando juega con los números: al fin y al cabo, ni el martes 13 es tan feo ni el 14 de febrero tan bonito. Recuerdo haber escuchado en la película Avatar una frase que decía algo así como “No necesito suerte, no la quiero. Toda mi vida he tenido que luchar y eso me ha hecho fuerte. Me ha hecho quien soy”. Hoy, cuando miles y miles de boletos de lotería están cubiertos de imprecaciones y maldiciones porque ni siquiera se acercaron a esa diosa gordinflona de la fortuna quizás no sea el día pero como los míos acababan en 0 y en 6, ahí la dejo dicha. Como consuelo.

Y como uno, supongo, que también miles y miles. Con todo, en los últimos días nos hemos encomendado a la santa lotería por mucho que una parte de la intelectualidad insista. No por nada, el Fausto de Goethe dejó dicho algo así como “estos idiotas nunca entenderán cómo van encadenados méritos y suerte. Si tuvieran la piedra filosofal, a la piedra le faltaría el filósofo”. ¿Méritos, dice? Más que yo no creo que haya hecho nadie. Es mi pensamiento, pero seguro que habrá otros bien distintos.

La suerte es como, qué sé yo, una etapa del Tour de Francia parecida a la que este año pasó por Bilbao: la esperas todo el año y luego pasa, ¡zas!, en un santiamén y no te alcanza la mano para atraparla. Esa sensación tuvo uno cuando vio aparecer al ocho en todo su esplendor. El ocho es un símbolo importante en Oriente y las matemáticas nos aseguran que hay ocho deltaedros convexos (¡Ay, si lo llego a saber!); en China es el número de la buena suerte y son ocho los escaques de las ocho líneas de un tablero de ajedrez. Cómo no fui capaz de ver antes sus influencias y el imán de ese número. Les cuento todo esto porque al 88008 no lo he visto ni en pintura. Ya sé por qué. Cuando el ocho se tumba recuerda al símbolo del infinito, el tiempo que llevo jugando.