ESE es el problema. Que hay crímenes y sus consiguiente juicios que nos resultan familiares. Crímenes que se repiten una y otra vez a lo largo de la Historia y que los leemos como una novela negra o los miramos como un thriller más o menos sofisticado que se trocea (perdonen por el mal gusto del uso de ese verbo. Uno escribe sobre según qué cosas y se deja llevar, ya saben...) en Netflix o HBO. Un asesinato es un caso vulgar, un hecho más o menos vivo de bestialidad, de ferocidad. Hoy tocan los crímenes de Nelson y los gais como víctimas propiciatoria, un caso sórdido como otros muchos donde al parecer hubo una banda de por medio y el robo como móvil. Lo de siempre, diremos de tanto haberlo escuchado. Y ahí también, en esa sensación de que era imparable y que uno no puede hacer nada, también anida el mal.

En los periódicos como este y como otros muchos (aunque cada vez en menos, dicho sea por desgracia...) se sirven las noticias envueltas en un cucurucho de papel como si fuesen castañas o una docena de churros. Como habrán visto, mi propósito era escribir sobre el caso de Nelson pero uno se distrae pasando páginas y... A lo que iba, quería despellejar (en sentido crítico y literario, válgame Dios, nada de carne y hueso...) a Nelson y sus secuaces y aparecen los últimos muertos de Ucrania, los calientes cadáveres de Gaza. Y su imagen traen hasta mi orilla aquel pensamiento de aquel hombre tan gracioso que era Charlot que se convertía en aquel hombre tan serio profundo cuando era Charles Chaplin. “Asesinar a una persona hace de uno un canalla, asesinar a millones un héroe. Las cantidades santifican”, dicen que dijo. Con un par.

¿Qué les iba diciendo...? Ah, sí. El crimen en zapatillas o el juicio que le recuerda a uno ese primo con el que se encuentra en trajines de familia. Al parecer, Nelson ha ido a los tribunales hecho un pincel y parece un hombre sensato. ¿Acaso no les suena?