HAY barra libre para los perros, una ciudad sin ley donde campan a sus anchas. Da la impresión de que tanto los animales como sus dueños han conquistado espacios y derechos en la conviviencia, imponiéndose por encima de otros hábitos ciudadanos. No quiere decirse que Bilbao sea tierra salvaje para estos animales pero sí que, de un tiempo a esta parte, se observa entre ellos una vida silvestre, en no pocos casos por la mano libre que les tienen quienes están a su cuidado y que muestran su intransigencia –e incluso sacan los dientes, que de todo se ha visto ya...– cuando alguien les reprocha los malos hábitos de los animales. Basta con que alguien señale que es obligada la recogida de los excrementos para que le apunten con el dedo acusador: “Tú, hombre sin alma, no tienes corazón”, te dicen. Como si a ellos les cupiese la defensa de las libertades caninas.

No hará falta que les señale la existencia de calles sembradas por minas antizapatos, si me lo permiten decir así. Hubo un tiempo, una arcadia feliz, en el que la gente ciudadana desenfundaba un sáquito de plástico y recogía las deposiciones. Todo tan civilizado que recordaba a Copenhague. Pero no somos Copenhague y las bolsitas comenzaron a desaparecer de las papelereras municipales: la gente se las llevaba a casa para almacenar comida, igual que rapiñan jardines municipales para dar a sus hogares un aire orgánico y verde. En Ametzola, donde yo vivo, hay unas rosaledas. Es vergonzoso cómo hay gente que acude, incluso, con tijeras de poda. En Ametzola, donde yo vivo, hay espacios y horarios abiertos para la convivencia con los perros al aire libre. Es vergonzosa la cantidad de gente que se salta la ley a su conveniencia. De uvas a peras se cruza una multa en el camino y el clan de los defensores del alma canina pone el grito en el cielo. ¡Quién fuera perro!