EL patio de recreo es la primera pista de baile de nuestras vidas; un ring, un campo de batalla, un escenario, un San Mamés a escala, en miniatura, un jardín de los primeros besos donde se encuentra el amor entre dos, el callejón de los primeros delitos, el club donde se juntan por primera vez los amigos o el paisaje de las primeras gestas. Es un gimnasio, un cine o un punto de encuentro para madres y padres que esperan a que pasen las horas de los juegos y las meriendas. El patio de recreo es la primera aventura de nuestras vidas y ese lugar del que te despides con nostalgia cuando te vas, tantas y tantas veces para no volver.

Hagan, hagan memoria. A nada que cierren los ojos y hacen el esfuerzo seguro que recuerdan su rincón favorito, aquel día en que metiste un gol por la escuadra o una canasta de tres; el momento en que volaste saltando a la comba o te sentiste elástica, enrollándote con la comba. Se acordarán, también, de las primeras canciones infantiles o del cromo de Iribar que tanto te costó conseguir. De las tabas y las canicas, auténticas monedas de nuestro tiempo; de los dibujos con tiza en el suelo y hoy, supongo, de las play list intercambiables para compartir música como antaño se compartían los bocadillos de chorizo o el chocolate.

Bajo ese cielo abierto también creció la planta de la imaginación –qué cantidad de juegos y fantasías diferentes que llevarse a la boca de las distracciones y el disfrute– y se regaron profundas amistades. Hoy Bilbao asegura que van a poner a disposición del pueblo todos esos usos y otros que puedan imaginarse sin necesidad de pasar por mil trabas pero también sin perder el oremus. No es una mala idea si se permite que ese espacio siga siendo lo que fue; un templo para la infancia y la juventud y no el lugar donde la sociedad disfrute a sus anchas o cruce sus distintos pareceres y opiniones.